viernes, julio 28, 2006

Somos los Salieri de El Mercurio, le copiamos comentarios a él


Un caso perdido

por Agustín Squella

Soy de los que creen que nuestra televisión abierta no tiene remedio. Descontado uno que otro programa -"Una nueva belleza", desde luego-, lo que se impuso en ella es la cháchara insulsa y estridente de los matinales; las monótonas confesiones sentimentales de telespectadores a quienes se pretende dar ánimo desde la pantalla con consejos sarcásticos o banales; las consultas médicas y legales que se responden diciéndole al que pregunta que lo que debe hacer es ir donde un médico o un abogado; la conversación entre panelistas que pontifican sobre todo y saben de nada; la frecuente e incestuosa comparecencia de figuras de un canal en espacios de otros canales, con rápida vuelta de mano; la cadena nacional del crimen en que a diario entran todas las estaciones a partir de las 21 horas, sólo interrumpida por alguna catástrofe de proporciones o por el gol marcado en canchas de Egipto por un desconocido futbolista nacional; los juguetones lectores de noticias que hacen comentarios pretendidamente ingeniosos cada vez que terminan de presentar una noticia (como si los telespectadores necesitáramos que nos las expliquen), que a cada rato anuncian que van a cambiar bruscamente de tema (como si quienes vemos televisión no supiéramos distinguir entre una conferencia de prensa del ministro del Interior y el recibimiento dado en Roma a la selección italiana de fútbol), y que, de tanto en tanto, nos dicen "fíjese" (como si todos sufriéramos déficit atencional crónico); las teleseries -desde luego-, que permiten comer a nuestros actores a costa muchas veces de arrebatarles su talen-to; los comentaristas deportivos con tono y ademanes de clase de filosofía; los ex rebeldes conductores de programas de estaciones del cable que a la primera de cambio (es decir, a la primera oferta jugosa de un canal de televisión abierta) se pasan a ésta y empiezan a hacer las mismas idioteces que antes criticaban despiadadamente; los contadores de chistes que pasean su sobrepeso en programas nocturnos en medio de efluvios de piscola; las platinadísimas rubias de buen busto y de mal ver; los reportajes sobre crímenes horrendos del pasado, inmediatamente después de las noticias, para continuar así la línea editorial instalada en los primeros 15 minutos de cada noticiero; y -en fin- los realities, con su sobreabundancia de "cachái" e impresionante pobreza de lenguaje, ideas y sentimientos, unos programas que, a pesar de llamarse como se llaman, no tienen nada que ver con la realidad.

La autorregulación de los canales es una completa ingenuidad. La solución tampoco es la regulación externa, ni menos las sanciones. La prohibición arbitraria del "people meter" es uno de esos tantos saludos a la bandera que hacen nuestros legisladores cuando no saben lidiar con los problemas sociales. Tampoco es solución la simple prédica ciudadana por una mejor televisión abierta. Menos aún la difusión por compromiso de misas y comentarios religiosos.

La solución para los males de la televisión abierta consiste en olvidarse de ella y pasarse a la televisión por cable. Pero como no todos pueden pagarla, habría que subsidiar un mayor acceso a la televisión por cable de todos los sectores socioeconómicos. En vez de invertir recursos públicos en financiar programas culturales que terminan siendo una gota en el océano de la mediocridad de nuestra televisión abierta, el Estado debería destinar esos fondos a que más hogares pudieran contar con televisión de pago. Y a apoyar a los canales locales del cable para que no desaparezcan y para que progresen y se inmunicen, hasta donde sea posible, contra los vicios ya irrecuperables de la televisión abierta.